Y otra vez esa rebeldía
La primavera del 75 fue muy bonita, exuberante en verdor y en flores. La vi por primera vez con otros ojos y a otras horas, a las que nunca la veía antes tan de seguido y tan concentrada en vivirla a solas.
Fue la primera vez que sentí la soledad a consecuencia de mi propia libertad.
Ese primer año de Universidad me había abierto la mirada a otros mundos, a otras conversaciones y a otras gentes. Así que había vuelto después de Navidad de mi casa, aún llamaba así a la casa de mis padres, dispuesta a vivir mi nueva vida, fuera cual fuera. Y claro, lo primero que hice fue romper con mi primer noviete, porque ya no lo quería y quería libertad para mí misma y para estar abierta a lo que viniera.
Mi madre, se enfadó a base a bien, un mes sin hablarme porque le parecía un buen muchacho el tal chico, mi padre me sentenció: “Angelita, tu no sirves para mujer casada” y yo en la nube de la primera independencia me hacía la valiente. Pasó el frío invierno y llegó la primavera y la Semana Santa, volví a mi casa, a mi pueblo y cuál no sería mi sorpresa cuando toda la pandilla de chicos y chicas, en la que estaba antes, emparejada y por mí misma, tomaron todos partido por él, que, al parecer, estaba muy triste.
Total, que con mi decisión parecía que había roto no con una persona, sino con todo mi mundo afectivo: mis padres y mis amigos del pueblo. Mis hermanos a esas alturas estaban viviendo ya su vida en otros lugares.La soledad de esos días fue grande, pero yo seguía en mis trece, a pesar de las malas caras, las críticas y el ruido del qué dirán; era el 1975. El tiempo era fantástico, apetecía salir a la calle, estar fuera no solo en el patio, pero ¿con quién? Sentía una rebeldía interior que me crecía por momentos, y tomé la decisión de irme a pasear SOLA a una hora que no era la típica de paseo: la hora de la siesta, a las 4,30h o así. No había casi nadie en la calle, o estaban en casa, o en el campo o preparándose para los oficios y las procesiones. Así que yo me paseaba por el pueblo, sus parques y jardines, me sentaba en un banco, leía mi libro y ya sobre las 7 me volvía a casa: la hora oficial de empezar el paseo. Mis padres ya estaban fuera y en casa ya no había el silencio tenso conmigo.
Así empecé el lunes santo, el primer día de vacaciones y mi rebeldía interior iba creciendo y creciendo. ¿Cómo podía demostrarla? Volverme a la ciudad me resultaba imposible y no me apetecía… Leía y leía y pensaba. Era muy íntima mi rebeldía, así que decidí quitarme el sujetador y no ponérmelo en todo el día.
Caminaba, olía los jazmines, veía las margaritas, sentía el aire primaveral de marzo en mi cara, el sol en mi pelo y me decía a mí misma: y además voy sin sujetador, sin atadura ninguna! ¡Qué libre me sentía, qué rebelde y qué a gusto! Ja, ja, Me he reído mucho siempre al recordar estas vacaciones de S. Santa.
Descubrí otra forma de estar en el mundo, en soledad, pero fuerte por dentro. Mis queridos vecinos y amigos, los Serrano, con mucho trabajo esos días por estar de guardia y muchos análisis de sangre por hacer, me consolaron y recogieron como siempre, de tal manera que al segundo o tercer día de mi paseo de la hora temprana de la tarde, al llegar a casa me iba con ellos, y entre bromas, risas y algún aprendizaje me familiaricé con los análisis clínicos. Una cosa, me llevó a la otra, pensaba yo…. Y así fue.
Se acabaron las vacaciones de pascua, volví a la ciudad, mi madre me dio un beso de despedida y todo pareció que tomaba un rumbo de normalidad y de que el mundo no se rompía por dejar de querer a un primer novio… Recuerdo que preparando el equipaje el día de la marcha, dudé si ponerme de nuevo el sujetador o no, y decidí que como había aprendido a estar sola, pues ya me lo podía poner, se me acabó el símbolo de rebeldía, ja, ja.
La primavera del 20, en marzo también, no decidí nada, nos vino impuesta la emergencia sanitaria y nos cambió la vida a todos. Los armarios con la ropa de calle se quedaron sin nuestras miradas y el “qué me pongo hoy…”, no sabíamos qué pasaba, no lo sabía nadie. Lo único auténtico es que enfermaban y morían muchas personas, muchos amigos y familiares y teníamos que cumplir las normas sanitarias exigidas por las autoridades: había que parar al virus.
¿Cómo podíamos vivir esto? ¿Qué instrumentos mentales o psicológicos teníamos en nuestras manos? ¿Qué soledad teníamos o nos esperaba?
¿Era factible alguna rebeldía que nos diera fuerza? Y ahí entre las muchas preguntas que todos, seguro nos hicimos, busqué en el “armario de mis recuerdos y conocimientos” y me entró una sonrisa: ¡Claro, ya lo tenía! Iba a dejar de ponerme el sujetador, en otra primavera y con 45 años más, ja, ja, ja…
Dicho y hecho, dejé de utilizarlo, ya me vistiera para salir y comprar el periódico y la comida, o estuviera en casa con ropa cómoda, lo eliminé de mi vestuario. Algunas tardes a las 8, cuando salíamos a aplaudir pensaba: Debía ponérmelo, porque me quedan mejor las blusas o los jerseys, pero inmediatamente me decía: ¡que no, que estoy en rebeldía contra el virus!
Oye, y que cómoda estaba, que libre, más por el hecho en sí, que por lo que aprieta el sujetador, pero me sentía libre, rebelde frente al virus, con fuerza para seguir luchando por lo que se pusiera por delante.
Pero, no me engaño, aunque es la misma respuesta mía a dos hechos en primavera, no son iguales.
Madrid, 2020 año del Covid-19
Angeles Heras Caballero